2013/03/23

De religión en Semana Santa

Cuando yo era un niño, la Semana Santa en España era difícil de pasar por alto. Entraba en nuestras vidas en los años en blanco y negro del nacionalcatolicismo. No sólo ocurría en los hogares que observaban la tradición (en el mío se vivía el recorrido de Jesús, desde la entrada triunfal en Jerusalén hasta la resurección, como si fuese algo que nos ocurría a nosotros y, así, participábamos en todas las celebraciones de la Iglesia, desde el Domingo de Ramos hasta la Pascua de Resurección, con auténtica devoción, conforme al ejemplo de nuestros padres), sino que la programación de la televisión y las radios se alteraba para hacerse más acorde al tiempo litúrgico... España se vestía de morado.

Ahora las cosas (afortunadamente) no son así. La Semana Santa es un oasis al final del invierno para tomar aire, en unos días maravillosos de vacaciones, y llegar hasta el verano, mientras esperamos una mejoría del tiempo y el alargamiento de los días. Se ha convertido en un espacio secularizado en el que los afortunados a los que no se lo impida el trabajo (o su asencia en medio de esta crisis) descansan.

Y sin embargo, a mi el cuerpo (o, mejor dicho, el espíritu, pero no el Santo, sino esa tendecia de la materia a salir de sí misma) me pide darle vueltas al tema, al asunto de la religión.

Desconozco si los antropólogos y arqueólogos de la humanidad han detectado el momento en el que aparece el sentimiento religioso. Como no me tengo que ganar un prestigio en ninguna de las dos diciplinas, propongo una hipótesis, una hipótesis de corte evolucionista, para explicarlo.

La evolución hizo emerger, a partir de los cerebros de algunos de los mamíferos más encefalizados, la noción de "yo", de individuo. No sólo los humanos y otros homínidos tienen un "yo". Son conocidos los experimentos en los que se enfrentó a una elefanta, con un espadadrapo pegado en la cara, a un espejo. La elefanta, identificándose a sí misma en la imagen reflejada, se despojó del espadadrapo con la trompa. Sin esa identificación de sí misma en la imagen del espejo, nunca hubiera llevado a cabo la acción de quitarse el espadadrapo. Cuando nuestra perra se mira en el espejo, ladra pensando que se trata de otra.

En el caso de los humanos, y gracias a la grandísima capacidad de nuestro cerebro, la noción del yo se desarrolló de forma extraordinaria, y extraordinariamente útil; nos permitió (gracias Emilio por la idea) representarnos a los otros como otros "yoes". Este hecho fundamental, al que ya me he referido como "fundante" de la moral, tuvo además otras implicaciones prácticas muy convenientes para la vida social: empezamos a estrategizar los comportamientos, calculando como otros "yoes" reaccionarían ante nuestras acciones.

Pero junto con esas virtudes prácticas, la autorepresentación que dio lugar al yo trajo consigo una consecuencia devastadora: no sólo nos reconocemos como individuos, sino como individuos con fecha de caducidad. Nos vamos a morir.

Que la única certeza del individuo y su "yo" sea su carácter efímero funda el sentimiento de sin-sentido de la existencia, de la vida. Y ahí, de ese sentimiento de vértigo (palabras de Eugenio Trías), surge el anhelo de sentido, el re-ligar con el sentido; en definitiva, la religión. La religión como restablecimiento del sentido de la vida a través del cortejo a una hipotética trascendencia. La búsqueda de la experiencia mística que devuelva el calor a este frío mundo de materia y extinción.

Encuentro esta vertiente de la religión la más atractiva, la de mayor poder evocador, la más bella de las vertientes del fenomeno. Es esa vertiente que linda con la experiencia estética, la que viene directamente de los mitos. Se trata, además, de una vertiente heroica y trágica. El héroe se lanza una y otra vez a una empresa destinada al fracaso: la búsqueda de la respuesta que no existe.

Después, seguramente inspirados por las características que se suponen al principio creador y de sentido, al que hemos dado en llamar Dios, las religiones comenzaron a sacar conclusiones sobre lo que el hombre debe hacer para alcanzar el sentido, o superar el sin-sentido de la muerte en la vida eterna. Conclusiones que llenan los libros sagrados de las distintas religiones, que, al menos en algunos de sus apartados, se convierten en códigos de conducta detalladísimos, destinados a regular las vidas de los fieles. Cierto es que, en otras ocasiones, como en el caso de las enseñanzas de Jesús, lo que se proporcionan son guías de comportamiento más bien generales (que, en este caso en particular, cuando se hacen concretas, como en el caso de la toma de partido por los pobres, además se incumplen de forma generalizada por los fieles). Pero esta declinación de la religión se desliza rápidamente hacia una forma de control de los fieles, hacia una forma de poder.

Ah, la religión, que honda belleza la del desesperado intento del humano por encontrarle sentido a lo efímero...