De modo que ella, sentada con los ojos
cerrados, casi se creía en el país de las maravillas, aunque sabía que sólo
tenía que abrirlos para que todo se transformara en obtusa realidad, Alicia en el País de las
Maravillas, Lewis Carroll
Una
norma básica de la convivencia civilizada es la honestidad intelectual, que se
le supone, como el valor al soldado, a cualquier persona en todos los ámbitos
de su vida social. De hecho, ahora que acabo de leer la primera frase, me
corrijo a mí mismo. No es una norma de la convivencia civilizada. Es una
precondición para la convivencia civilizada. Porque sin honestidad intelectual
es imposible que las personas se entiendan. Bien estemos de acuerdo con el
Wittgenstein del Tractatus (y opinemos que somos capaces de representar
figurativamente la realidad y de expresarla en el lenguaje gracias a una forma
lógica que éste y aquélla comparten), bien opinemos como el de las
Investigaciones Filosóficas (que el lenguaje es un conjunto de reglas más o
menos convencionales, cuya validez no procede de forma lógica alguna, sino de
su funcionalidad), para que las personas nos entendamos son necesarias unas
reglas básicas que dotan de efectividad al discurso argumental.
Algunas
de estas reglas (y no pretendo aquí ser exhaustivo) son: la no negación de la
evidencia; la no alteración del significado de las palabras sin el acuerdo
común; la no adaptación de las premisas del argumento, o del argumento mismo, a
la propia conveniencia para valorar algunos aspectos de las realidad más que
otros; en definitiva, la renuncia a la alteración de la percepción o valoración
de la realidad cuando la legitimación de una determinada posición pública
depende de dicha realidad. Dicho de otro modo, la renuncia a tergiversar los
hechos o su valor cuando los hechos a uno no le dan la razón.
Cuando
personas o grupos de personas se alejan de forma sistemática de la honestidad
intelectual, comportándose con total desfachatez intelectual, la convivencia se
hace muy difícil, porque es casi imposible entenderse con ellas.
En un
ámbito social muy relevante pero más o menos inocuo, como es el del fútbol, es
frecuente encontrar un comportamiento típico de falta de honestidad
intelectual. Como madridista, lo he detectado frecuentemente en algunos de mis
sufridos correligionarios merengues, en esta última época de dominio
barcelonista en juego y resultados. En algunas ocasiones, cuando hemos sido
derrotados con justicia, algunos se agarran a una jugada aislada, de cuestionable
juicio arbitral, para argumentar que “todo hubiera sido distinto si…”; ello a
pesar de haber recibido un baño en el juego durante los noventa minutos.
Los
políticos practican la desfachatez intelectual con gran solvencia y excelente desempeño.
Las noches electorales son una buena muestra de ello. Frente a la evidencia de
la derrota, la referencia a alguna derrota aún peor en el pasado, o a la aún
peor sufrida por algún adversario, o a lo mal que pintaban las encuestas tan
solo unas semanas antes del día de la votación.
Pero
pocas veces hemos asistido a un ejercicio de desfachatez intelectual comparable
al de los independentistas catalanes en los días previos a la votación del 27
de septiembre y en las horas posteriores. Veamos.
Se
convocan unas elecciones autonómicas. Pero los convocantes dicen hasta la
extenuación que las elecciones se deben leer en clave plebiscitaria, no como
una elección autonómica más; la votación de tu vida, rezaba uno de sus lemas
electorales. Que las elecciones son un plebiscito, vaya. Y no un
plebiscito genérico, sino un plebiscito sobre la independencia de Cataluña
respecto del resto de España. Y constituyen una plataforma electoral que se
llama Junts Pel Si. Y su programa electoral es el más corto de la historia:
conseguir la independencia tras un periodo de negociación con España y la UE.
Según
su narrativa, se recurre a las elecciones plebiscitarias ante la imposibilidad
de convocar un referéndum legal. El ideal habría sido el referéndum. Escuchar
al pueblo catalán, permitir que el pueblo catalán ejerza su derecho a decidir.
Eso es lo que los independentistas querían.
Un
plebiscito; una persona un voto. Se cuentan los votos en pro de una opción, se
cuentan los votos en pro de la otra, y se concluye.
Pero
ay, el significado de las palabras parece ser “líquido” para los
independentistas postmodernos. Ya en la víspera de las elecciones, a la vista
de las encuestas, Mas se descuelga con que la mayoría de parlamentarios a él le
basta para continuar con el proceso. Un momento… ¿no era Mas el que decía que
las elecciones debían leerse como un plebiscito? La honestidad intelectual
debería haber llevado a Mas a aceptar que sin la mayoría del voto, el proceso
no puede continuar, porque la mayoría de los ciudadanos catalanes no lo respaldan,
por más que la ley electoral produzca un resultado que, en número de
parlamentarios, no traduce exactamente el resultado del voto popular.
Desfachatez intelectual.
Y llega
el resultado. Lo primero es que Junqueras se descuelga con “hemos ganado en
escaños y en votos”; negación de la evidencia, desfachatez intelectual; y luego
llega Mas y dice que se siente legitimado para seguir, porque aunque no ha
ganado en votos, lo ha hecho en escaños (dando por supuesto que los escaños de
la CUP son suyos… mucho suponer; una, en esta ocasión pequeña, desfachatez
intelectual). Propongo este experimento mental. Supongamos que los partidos
constitucionalistas hubieran ido en una sola lista, y que hubieran ganado en
escaños, pero no en voto popular. ¿Hubiera dicho Mas que los
constitucionalistas habrían estado legitimados para detener el proceso? ¿O más bien
habría gritado los cuatro vientos que la legitimidad no procede de los escaños
sino de los votos? Todos sabemos lo que habría hecho. Gran desfachatez
intelectual: la legitimidad se constituye… según a mí me convenga.
Y qué
decir de la negación de las implicaciones de la independencia respecto de la
pertenencia a la UE, al euro, … o dela forma en la que la presidenta del
parlamento catalán adoctrinaba a unos niños sobre los sucesos de 1714,
torciendo la verdad, manipulando de forma descarada… Gran desfachatez
intelectual.
Yo creo
que los catalanes tienen derecho a decidir si quieren o no formar parte de
España y de la UE. Creo que hay que hacer lo posible para que se manifiesten al
respecto en un referéndum legal y vinculante, en el que voten tan solo ellos.
Creo que si para hacerlo es necesario reformar la Constitución, pues refórmese.
Pero
también creo que la forma de gestionar el proceso por parte de los independentistas
ha sido la expresión de uno de los mayores ejercicios de desfachatez
intelectual de la historia europea reciente.
Y desde
mi punto de vista, nada pone de manifiesto la desfachatez intelectual de los
independentistas como el uso que hacen del término Cataluña.
Durante
la campaña Cataluña es el País de las Maravillas, en el que no habrá desempleo,
la economía crecerá a un ritmo de vértigo y no habrá corrupción. No sólo; en el
País de las Maravillas, nadie se sentirá extraño; no importa cómo se apellide,
en qué lengua hable; de dónde venga. Todos serán Cataluña.
Pero
basta que acabe el recuento para que los líderes independentistas clamen “¡¡Esta
noche ha ganado Cataluña!!”. Y no, no se refieren a que han ganado los no
partidarios de la independencia. En este caso la desfachatez intelectual es
múltiple y encadenada. Ellos, lo que quieren decir, es que “esta noche los que
hablamos catalán y nos sentimos sobre todo catalanes hemos ganado”. Es decir,
que identifican Cataluña con ese 48% de la sociedad catalana. Expulsan al resto
de Cataluña. Y, como si ese 52% no existiese, claman victoria. Tremenda
desfachatez intelectual.
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